Un resplandor en la mejilla, Roberto Bolaño (1978)

Paisaje de cisnes instantáneos

   Ya no sé qué decir, alguien me acaricia el pelo y dice
que estoy echando sangre, alguien pasea sus uñas
por mis mejillas y dice que me ama. Y aún me aman
dos niñas que se pierden constantemente por bosques nevados.
Aún me aman dos niñas pero yo hace mucho tiempo asocio el
color azul con la muerte, el rojo con la infancia
llena de bolcheviques y sexo, y el amarillo con las carreteras
al atardecer, cuando los vagabundos contemplan
los postes de telégrafo, y las bandadas de pájaros del desierto
regresan del Oeste.
   Y parezco un callejón cementerio de tranvías, un
suburbio cubierto de nubes, un poco de azúcar escurriendo
de los labios de un pandillero, que en este caso soy yo mismo,
mirando duramente paisajes interiores, imaginando
con desesperanza otro tipo de manicomio. Otro tipo
de jóvenes doctores. Otras sonrisas paranoicas esbozadas
casi en la superficie de una canción. Y así Utopía
vuelve a aparecer en el centro de las arboledas, las zarzas
vuelven a aparecer en el centro de los hospitales, los niños
del valle vuelven a perderse en los departamentos de
los gitanos, y los coches robados vuelan a 150 km por hora
a donde se supone está el mar.

   Aún me aman dos niñas generosas como el rocío,
como los dibujos estupendos llenos de color de las grandes
carreteras. Visiones que no se destrozan
pero que no sirven para nada. Por el momento Utopía
es nuestro descanso, nuestro baño sauna frenético,
duro como ciertos alcoholes y ciertas plumas, el árbol
al que nos trepamos en las noches de perros y amor, el Buda
que recoge calamares mientras levita en la playa de la luna.
Ya no sé qué decir.
   Todo se ha acabado, la oficina está vacía, las frutas
se amontonan en mis manos de ángel asombrado, el insoportable
amor de las calles rayonea mis papeles imposibles, la furia
se me desvanece en la memoria.
   Utopía es mi descanso, mi veterinario. Aún me aman
dos niñas anarquistas, pero yo hace mucho tiempo adquirí
el vicio de los jardines simples, la certeza de una muerte
esbelta y temprana. El amor debería mover la cabeza
verdaderamente incrédulo, debería caminar en círculos
por una pradera cinética. Estos días sólo son buenos
para los pianistas.
   Mi exmujer se mirará en los lentes negros de un playboy
y le darán ganas de llorar o de poner un disco (duro, breve)
como la fiebre de un niño.
   La ternura y la revolución y los poetas pueden dormirse.
Estos días son buenos para los subterráneos voladores, para
los voyeurs de lo abstracto. Alguien apagará la luz
y comentará silenciosamente que las almohadas están
manchadas de sangre.
Ya ni ponerse a hacer silogismos es bueno.
Y tan acertado como siempre, te cagas en el oficio de poeta
cuando es lo único que te queda.

   Y Utopía fue el veterinario,
el hombre feroz, la vieja en silla de ruedas cercada por sueños,
y los personajes de los sueños incompatibles se fueron masacrando
uno tras otro, hasta dejar un stock de pesadillas vacías.
Y Utopía fue un reflejo opaco en el interior de un vegetal.
Vitrinas, maniquíes desnudos, ebrios tirándoles besos a las nubes.
Un laberinto de escaleras eléctricas por donde vagaban
unos niños extraviados que tenían el corazón maravilloso
hasta la náusea.
   ¿De todo eso qué vi realmente? ¿Con qué ojos tremendos
contemplé el olor puro de aquella muchacha sencillamente parada
en la entrada de un circo? Solo recuerdo
haber estado demasiado tiempo en un cuarto blanco leyendo novelas
policiales; casi toda mi vida mientras tú me mirabas desde
una ventana redonda, como de baño público, y
detrás de ti unos caballos mordisqueaban nubes y
los adolescentes se reían como si acabaran de salir del desierto
con los bolsillos llenos de dinero gratis.

   Dinero gratis, dinero gratis, amor gratis, un resplandor
inconcebible en la mejilla. Soñadores transformándose a sí mismos
pero incapaces de convencer a una muchacha de que la aman.
   Nubes gratis y vacías, restaurantes gratis y vacíos,
automóviles fríos rumbo a las playas doradas del Pacífico,
visiones de Michelangelo para todos, ojos que se cierran
con la velocidad de la luz, y su armonía, estrépito de cisnes,
estrépito de humedad.
   Comida gratis, bebida gratis, lluvias divertidas
e interminables como las novelas de Victor Hugo.
Hospitales gratis, desiertos gratis, animales gratis, deseos
de caminar sobre las manos, de ponerse una corona de espinas
eléctrica y luminosa.
   Blue-jeans rayoneados de ternura, escenas de teatro
en la orilla del mar prolongadas hasta el infinito, tres años
de asco y amor, tres años de enfermedades infantiles
enmierdadas con precisión, y los duros arbolitos, pero
los duros arbolitos, mientras los duros arbolitos
como lanzas florecían.

   Y gemí, y dije ya no sé qué decir, la oficina está vacía,
los submarinos explotan como fetos en las fosas del Atlántico,
alguien me acaricia el pelo y dice que ya está igual de largo
que el suyo, y yo tuerzo el cuello como un solitario cigarrillo
aplastado en la noche enorme y la miro, esperando volver a sentir
en los párpados la tibia osbsidiana de los sueños, cuando en
las mañanas nos abrazábamos sin querer despertar, perdidos
en las llanuras de escamas, mientras cae nieve y el frío sonríe
desde un cenicero absolutamente limpio, y no queremos despertar,
y no sabemos qué decir; los labios partidos,
la cara blanca del invierno manchada de lipstick.

   La velocidad se detiene, mira hacia todas partes, enloquece
a las fechas. Un anarquistoide muerto bajo las ramas
plateadas de un sauce. Encima de él la primavera violeta. Fuera
de ese cuadro una muchacha sueña renacimientos atroces.

   Y está bien, está bien, ya puedes prender la chimenea y cerrar
puertas y ventanas. Ningún brillo va a reemplazar nada.
No habrá formas de arder que completen esta nube cargada de lluvia.
No habrá viento contra este resplandor acuático. Ni callejones violetas
ni suaves caderas antiguas. Este jadeo al subir las mil escaleras
del ojo abierto: automóviles llenos de Sol estacionados
en todas las esquinas de tus venas. Una sonrisa sin contexto,
una mano crispada fuera de la foto. Y puedo tocarle el pelo nuevamente
y decirle está bien, nos hemos vuelto a quedar sin reina,
como en los Alegres Viajes por el norte de México, con Lisa
aullando desde su hospital, nos hemos vuelto a quedar sin dinero,
sin tequila, sin dinosaurios rezando en medio de la noche,
sin gasolineras que brillaban en las playas, Baja California
y Mazatlán, labios cargados de cultura azteca y chistes
de Utopía, grandes músicas con metralletas y piedras, algo
inevitable, como enamorarse. Y sin dinero,
parados en las entradas de los aeropuertos, hieráticos,
más que dos hombres cuatro rodillas; más que dos poetas
cuatro estatuas intermitentes; siempre dos bocas
masticando en el centro del vértigo del recuerdo simultáneo
de nuestra historia de besos.

   En la puerta de metal: dinero gratis, departamentos gratis
atardeceres gratis, oh atardeceres totalmente gratis.
Y coros celestiales gratis, hospitales gratis, mutantes del amor
gratis. Y tranquilos. Quiero decir que los dejen tranquilos,
besando la naturaleza inventada que vuela por las veredas.
¿Es que las calles siempre van hacia abajo? Y ayer la belleza,
un lecho cinético, un perfil recortado sobre la puerta de metal,
no pactó con mis enemigos, ni yo con el odio.
Quiero decir que es fantástico cortar todos los cables
en las noches de inspiración; incluso
los cables de la inspiración.
   Y los soñadores de revoluciones ven jornadas que penden
ven dinero gratis (símil de fiebre) y pasaportes falsos
en desesperadas noches de lluvia; ven sonrisas de abuelitas
desnutridas en las nubes; ven la rabia y la locura como un niño
que construye molotovs dentro de un árbol hueco; ven
un trapecio y un arcoíris agujereado en la labor del poeta;
ven novelas autobiográficas en las estrías de los frigoríficos;
ven una larga noche de arrestos y una larga noche de soledad
en un cielo de colillas y flores. Y alguien gritó
la música brilla por su ausencia.
   Ya no sé qué decir, 10 automóviles van arrastrando al sol,
llega el crepúsculo con nubes negras, flota un ghetto
llamado Benares, descienden de las flores centenares de geriatras.
Ya no sé qué decir, el final de este bosque soy yo mismo.
Y las lluvias de marzo limpian un domo que creíamos
perdido para siempre.

   ¿Es éste el recital de poesía que me cubría?
Un texto sin respuestas pero de movimiento excesivo (como si ayer
hubiera rodado una película sin cámara), (como si anoche
hubiera hablado con un desconocido en un café nocturno),
(como si hubiera filmado su risa invisible).
Poesía podrida, poesía podrida, mi amor: un sueño típico
de sobreviviente. Los niños rojos ya no tienen pesadillas,
desean ser perdonados, ser cínicos algún día, leer a Bataille
en francés y a Marx en alemán.
   ¿Es éste el recital de poesía que yo esperaba?
Las estelas de mis viajes. Las palabras cruzadas y los caminos
cruzados de mis sueños. Las calles donde amé, peleé, comí.
Los manicomios que he contemplado desde lejos. Los pequeños cuartos
donde enloqueció mi amiga. Las noches de Superman
y las mañanas de Mickey Mouse. Los paisajes interiores
llenos de cunas vacías, nubes azules y estatuas. Los bebedores
de tequila en las extáticas praderas de la intranquilidad.
(Los canguros destrozados en el aire. Los nervios
destrozados en el aire. Los andróginos que entran a caballo
por los callejones — gritos de la Revolución).
   Todos mordiendo un trozo cinético del cielo, un trozo
explosivo del cielo, el ala de una paloma. Algo inevitable,
como enamorarse 100 veces — de la misma muchacha.